"Existir ante los ojos de un otro y que ese otro apacigüe el esfuerzo ante el mundo".
De eso, nada más y nada menos, trata esta excelente novela de Carolina Bello; escritora uruguaya que conocimos y nos deslumbró a través de Oktubre, una novela anterior; y que vuelve a hacerlo en El resto del mundo rima.
Todo comienza con un hecho trágico que permite que el narrador nos relate las vidas singulares de los sobrevivientes. Pero, detrás de esas singularidades aparecen los otros que influenciaron en esa construcción; dando paso a un diálogo fragmentado con la historia y el presente de las personas, de una nación o de un continente que sabe de sufrimientos populares.
Un diálogo que se abre no solo a los vínculos interpersonales, forjadores de subjetividades, sino que también es un diálogo con la literatura como expresión de identidad, un lugar donde se compendia la historia de todos aquellos que, con sus matices, buscan un lugar.
Existir ante el otro o invisibilizarse para siempre, esa es la cuestión.
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Leer un fragmento:
1
—Matame. Matame a mí también —dijo desde el pastizal Andrés Lavriaga, aferrado con una mano a la pantorrilla del jean azul oscuro que vio apenas abrió los ojos.
A pocos metros, las sirenas relampagueaban una historia que terminaba ahí y otra que empezaba ahí.
—Quédese quieto que ya viene ayuda —dijo el de la pantorrilla, mientras agitaba los brazos hacia la ruta, como un náufrago ante cualquier indicio humano.
En ese instante que dicen que pasa, miró primero el cielo, sin una sola estrella, y el amanecer que se le venía encima para iluminar el desastre del que todavía no tenía conciencia. La ropa: tramos embadurnados de sangre de varios, estampas de palmas y yemas.
Andrés Lavriaga abrió los ojos y giró, como pudo, la cabeza hacia el costado. Ahí mismo se fijó en los cordones desatados en un champión chiquito y en las gotas de sangre en un zapato que parecía ser el de una mujer. Un metro más allá, divisó entre la bruma a alguien tirado en el pasto. Era su hermano, Ernesto Lavriaga.
Murieron siete personas en total, una estadística elevada en la historia nacional de los accidentes de tránsito. Los medios de comunicación, que dedicaron bloques enteros a la cobertura, incluso realizaron retrospectivas que evocaban la precipitación de un ómnibus de Onda al río Santa Lucía en 1957. Ahora, en este accidente, había muerto una familia entera y otras tres personas que, en el momento del choque, estaban prófugas. En la comisaría se amuchaban medios locales y extranjeros. Uno había sobrevivido.
Ana María Blum, Octavio Ortiz, Dominique Ortiz y Gerónimo Ortiz viajaban en el auto que horas antes había desembarcado desde Buenos Aires en el puerto de Colonia. Madre, padre, hija e hijo murieron casi al mismo tiempo, excepto Gerónimo, el más chico, que no aguantó con el respirador y murió en la ambulancia camino a la ciudad de Libertad.
Algunas crónicas dicen que la niña y el niño venían dormidos y que, por lo tanto, no se dieron cuenta de nada. Octavio Ortiz no pudo ver más allá del parabrisas algo que lo alertara ni atisbar una maniobra que lo sacara de la senda fatal. En el repecho del quilómetro 80, un auto sin luces que venía a contramano por el mismo carril impactó de frente contra el auto de la familia Ortiz. Los peritos que fueron llegando al lugar tuvieron que mirar dos veces antes de poder arriesgar modelos de las carrocerías para que constaran en actas.
En el auto sin luces venían huyendo cuatro personas desde Melilla. Habían tomado la vieja y fantasmal Ruta 1, con sus baches en el pavimento y sus líneas amarillas erosionadas. Manuel Falco, conocido como el Chaco, Alejandro el Sinatra Pintado y los hermanos Andrés y Ernesto Lavriaga. La prensa los bautizó «La banda de los hermanos» porque, según las primeras investigaciones, de ambas mentes había surgido el plan que salió mal.
Además de Andrés, había otra sobreviviente. Se la habían llevado inconsciente al hospital de San José de Mayo. Según la reconstrucción, la mujer se había salvado por una infracción. Era en principio probable que, en el instante mismo del accidente entre el auto fugitivo y el de los Ortiz, este tercer auto se hubiese adelantado por la senda opuesta, lo que había evitado un choque en cadena. «O fue una infracción o unos reflejos de la gran puta», le dijo el comisario a uno de los peritos, ni bien llegó a la escena. Este tercer auto había ido a parar al menos diez metros más allá de la ruta, incluso arrasó el alambrado del campo, que fileteó la chapa del capó.
El previo al accidente no había sido un buen golpe. Horas más tarde, la policía técnica constataría que las cajas robadas de la sucursal estaban vacías. Era inevitable el infeliz remate de los cronistas frente a las cámaras y en los diarios: «Murieron siete por nada», como si, de haber existido un botín, algo de todo aquello le diera fundamento a la tragedia.
Los paramédicos y el chofer de una de las ambulancias saltaron la banquina y la zanja contigua inundada, se metieron entre los alambrados y, por encima, pasaron la camilla naranja de primeros auxilios. Los tres apuraron el paso hacia el hombre del jean azul, que seguía agitando los brazos. «¡Está vivo! —gritaba con ganas—. ¡Está vivo!», como si la constatación de una respiración, del tenue movimiento de una mano, otorgara sentido a los escenarios devastados.
Uno de los paramédicos colocó una ortopedia alrededor del cuello de Andrés Lavriaga, mientras el otro constataba la fractura en la pierna y enunciaba en voz alta: «Sin pérdida de conocimiento».
—¡No, mire que lo perdió! Yo lo encontré tirado ahí, desmayado. Pensé que había fallecido también. Allá hay otro que creo que la quedó. Cruzando la ruta hay una mujer, según un vecino —dijo el hombre del jean.
Entonces el paramédico rectificó al aire: «Fractura en pierna derecha, con pérdida de conocimiento». A Lavriaga lo trasladaron en una camilla naranja y dura como los huesos.
—¿Cómo te llamás?
—Andrés.
—¿Andrés qué?
—Lavriaga —dijo, apenas audible.
—¿De dónde sos?
—De Melilla.
—¿Cuántos años tenés, Andrés?
—Treinta y cuatro.
—¿Te acordás de algo?
—Sí.
Su cuerpo roto se balanceaba sobre la camilla al ritmo de los pasos desestabilizados por el pasto, los pozos y los charcos. En la pierna derecha se concentraban los aullidos de la historia del mundo.
Al llegar al alambrado, incluso el personal de la policía vial y algún vecino presente en la ruta se acercaron para ayudar a traspasar la camilla de un lado a otro. Por un instante, Andrés Lavriaga se acercó al cielo sin estrellas y vio el amanecer desde adentro. Ya era de día cuando miró hacia un lado y contó tres cuerpos, todos cubiertos por frazadas y paños de emergencia, y uno que adivinó de un niño. Ya era de día cuando miró hacia el lado opuesto y contó otros dos cuerpos al costado de la ruta.
En ese momento intuyó que ante la confusión generada por el desastre nadie sabía, aún, que él era un prófugo y que el hombre tirado más allá era su hermano. Entendió, mientras lo metían en la ambulancia como por los tubulares de una morgue, que era el único sobreviviente.