Echar el resto comienza con una trompada. Una oreja reventada no permite oír del todo

bien. El protagonista tiene tiempo para percibir el dolor y para poner el foco especialmente

en la marca de las zapatillas de su agresor. Después se vuelve caminando a su casa, con

una tranquilidad que se parece mucho al sarcasmo.

Quien narra también filma un juicio a Miguel Osvaldo Etchecolatz en un tribunal federal de

La Plata. Su trabajo se parece mucho a mirar la imagen en movimiento de la violencia

pasada puesta en el rostro de un hombre impávido, alguien que espera una condena que

apenas hace sentido. Toda esa agresión que mira a través del ojo de su cámara se le

vuelve en contra, se hace carne en su cotidianidad. ¿Cómo se filma a un genocida? ¿Dónde

queda todo lo que no se puede decir? ¿Cómo se sale ileso?

Echar el resto es una novela acerca de una caída en cámara lenta. Alguien que intenta

atajar su vida entera con una mano, mientras todo alrededor se derrama con una fuerza tan

ridícula que parece robada.

Javier Ponce escribe con una nitidez pasmosa. La lectura avanza y uno quisiera detenerla

ahí, pero no, siempre hay más. La rabia silenciosa es el motor de esta primera novela que

se impone como ese grito de las pesadillas, que apenas emite sonido y encierra un mundo.