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Esta es la crónica sobre la historia de los trabajadores de Donnelley que hoy sostienen la fábrica sin patrón

Madygraf. Se enmarca en los diez años de desarrollo que tuvo el sindicalismo de base (2005-2015) en la

Zona Norte del Gran Buenos Aires y retoma lo mejor del clasismo y la relación de los trabajadores con las

ideas del trotskismo. Es una historia de lucha y organización, de lecciones del pasado para el presente, de

un presente de lucha para el futuro.

Llegué a la fábrica y no tuve ni que tocar el timbre. El compañero que me abrió la puerta tenía tanta

ansiedad como yo por todo lo que estaba pasando. Esa puerta, oscura y pesada, era el inicio de un

pasillo que me pareció infinito. El vértigo me invadió. Aquello era una enormidad, un monstruo al

que había que domar con nuevos hábitos. Un mes antes fue ese mismo compañero quien, junto a

otros trabajadores, abría la misma puerta para que ingresaran sus trescientos compañeros. Esa vez

no tuvieron que pasar por la seguridad ni fichar. Entraban cantando y saltando para darse ánimo, a

los empujones, con los puños cerrados llenos de miedos y expectativas. Venían de esquivar el

precipicio del desempleo y entraban en una trinchera que no pensaban abandonar.

Trincheras de libertad. Una cronica obrera, Jimena Gale Eduardo Ayala, IPS

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Esta es la crónica sobre la historia de los trabajadores de Donnelley que hoy sostienen la fábrica sin patrón

Madygraf. Se enmarca en los diez años de desarrollo que tuvo el sindicalismo de base (2005-2015) en la

Zona Norte del Gran Buenos Aires y retoma lo mejor del clasismo y la relación de los trabajadores con las

ideas del trotskismo. Es una historia de lucha y organización, de lecciones del pasado para el presente, de

un presente de lucha para el futuro.

Llegué a la fábrica y no tuve ni que tocar el timbre. El compañero que me abrió la puerta tenía tanta

ansiedad como yo por todo lo que estaba pasando. Esa puerta, oscura y pesada, era el inicio de un

pasillo que me pareció infinito. El vértigo me invadió. Aquello era una enormidad, un monstruo al

que había que domar con nuevos hábitos. Un mes antes fue ese mismo compañero quien, junto a

otros trabajadores, abría la misma puerta para que ingresaran sus trescientos compañeros. Esa vez

no tuvieron que pasar por la seguridad ni fichar. Entraban cantando y saltando para darse ánimo, a

los empujones, con los puños cerrados llenos de miedos y expectativas. Venían de esquivar el

precipicio del desempleo y entraban en una trinchera que no pensaban abandonar.

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